jueves, abril 10, 2008

La paradoja de la píldora [Carlos Peña]

"Dejemos el punto para la labor de los intérpretes", se escuchó decir a Jaime Guzmán el 9 de agosto de 1978.

Así terminó la disputa que él mantuvo con la mayoría de quienes redactaron la Constitución de 1980.

Jaime Guzmán había sostenido que el nasciturus (el que está por nacer) era titular del derecho a la vida. La tesis fue rechazada. Uno de los integrantes de esa Comisión -Enrique Evans, que había sido profesor de Guzmán- le dijo que esa propuesta se basaba en consideraciones religiosas que no era razonable imponer en una sociedad pluralista.

Entonces se redactó la regla actual: "La ley protege la vida del que está por nacer". La Comisión entendió que esa norma no significaba prohibir, en términos absolutos, la interrupción del embarazo. Enrique Ortúzar -a quien nadie pudo llamar progresista o incrédulo- subrayó que en opinión de la mayoría "no podían imponerse creencias religiosas propias en una materia tan delicada".

Fue allí cuando Guzmán, derrotado y para evitar lo peor, sugirió dejar el punto a los intérpretes.
Esos intérpretes -el Tribunal Constitucional- decidieron ahora que la píldora del día después es inconstitucional y no puede ser distribuida por organismos públicos. Se trata de una decisión que -a la luz de esa historia- es muy difícil de justificar desde el punto de vista técnico.
La controversia -al contrario de lo que se cree- no es científica, sino normativa. En rigor, no se trata de decidir cuándo comienza la vida, sino desde cuándo se es titular de un derecho constitucional. Se trata de un asunto jurídico, no de una cuestión biológica. La biología enseña que hay embrión antes de la implantación en el útero; que también existe embrión luego de esa implantación; y que luego hay un ser humano completo. Lo que la biología no dice es desde cuándo hay un titular de un derecho constitucional.

Ésa es una cuestión que deciden las normas. O, como profetizó Jaime Guzmán, los intérpretes.
¿Qué dicen las normas? Ordenan al legislador proteger la vida del que está por nacer. De una regla semejante no se sigue -como al parecer lo sostiene la mayoría- que el que está por nacer tenga derecho a la vida en un sentido técnico. Una cosa es ser objeto de protección por el legislador o poseer relevancia moral; otra cosa es ser titular de un derecho constitucional. Y si el tribunal sostiene esto último -que el embrión preimplantacional es titular de un derecho constitucional-, entonces deberá explicar por qué otras técnicas de control que impiden la implantación no fueron, sin embargo, prohibidas.

Pero lo anterior -que es difícil- no es lo único que deberá fundamentar el tribunal. Todavía tendrá que explicar por qué si la píldora del día después viola el derecho a la vida, sólo es ilícita su distribución pública. Que la distribución privada sea inocua y la pública dañina es un círculo difícil de cuadrar. ¿Por qué un mismo fármaco va a ser más o menos lesivo de la vida humana según el lugar de su distribución? ¿Por qué la píldora, en opinión del tribunal, atenta contra la vida si la distribuye el Estado, y no, en cambio, si la adquiero en la esquina?
Pero sobre todo deberemos explicarnos qué pudo pasar entre los años de la dictadura y los de la democracia para que hoy día nuestros constitucionalistas tengan menos disposición al pluralismo que antes. ¡Y estén dispuestos a restringir la autonomía de las mujeres sobre bases tan débiles y en medio de tales inconsistencias!

En 1978, Enrique Ortúzar y otros redactores -todos nombrados por Pinochet- sabían que la relación entre un embrión preimplantacional y un ser humano adulto era un asunto que la religión podía saldar sin problemas, pero no una regla constitucional. Y se abrían entonces a la posibilidad de que el discernimiento moral de cada uno o la deliberación democrática resolviera el punto.

Pero ahora, en el año 2008, un puñado de jueces no cree lo mismo, y piensa que en una sociedad aún más diversa es posible salvar un punto como ése. Y hacen el esfuerzo -ya veremos con qué filigranas- de derivar de una regla de protección la titularidad de un derecho. Y de pasada incurren en un conjunto de inconsistencias que será muy difícil de justificar.

No hay caso: a la hora de las cuentas, el único que se salva de todo esto -y prueba por enésima vez no su razón, pero sí su sagacidad- es Jaime Guzmán.

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